miércoles, 30 de septiembre de 2015
Nos Mudamos
Visítennos en nuestro sitio web: dunamitarte.com en donde cada dos días estaremos subiendo un nuevo texto.
jueves, 24 de septiembre de 2015
Seleccionados (2da parte)
NUEVOS AUTORES A PUBLICAR
Hoy lanzamos nuestro sitio web: www.dunamitarte.com en el cual estaremos haciendo la publicación digital del sexto y séptimo número de Dúnamis y los subsiguientes.
A fin de mes estará lista la publicación impresa de nuestro octavo número.
Hacemos de conocimiento público la lista de autores seleccionados durante las últimas semanas de nuestra sexta convocatoria:
- Luz Elena Salazar Martinez (Navojoa - México)
- Rodrigo Sebastian Verdugo Pizarro (Santiago de Chile)
- Virginia Barrios Meléndez (Guatemala - Guatemala)
- Lázaro C. López Bautista (Merida, Yucatán - México)
- Hector Ricardo Arroyo Saborío (Alajuela - Costa Rica)
- David Antonio Perez Nuñez (Santo Domingo - R. Dominicana)
- Jorge Luis Del Villar Badillo (Nogales Sonora - Mexico)
- Kenny L. Díaz Ortiz (Carolina - Puerto Rico)
- Ana Bardales (México D.F.)
A fin de mes estará lista la publicación impresa de nuestro octavo número.
Hacemos de conocimiento público la lista de autores seleccionados durante las últimas semanas de nuestra sexta convocatoria:
- Luz Elena Salazar Martinez (Navojoa - México)
- Rodrigo Sebastian Verdugo Pizarro (Santiago de Chile)
- Virginia Barrios Meléndez (Guatemala - Guatemala)
- Lázaro C. López Bautista (Merida, Yucatán - México)
- Hector Ricardo Arroyo Saborío (Alajuela - Costa Rica)
- David Antonio Perez Nuñez (Santo Domingo - R. Dominicana)
- Jorge Luis Del Villar Badillo (Nogales Sonora - Mexico)
- Kenny L. Díaz Ortiz (Carolina - Puerto Rico)
- Ana Bardales (México D.F.)
martes, 22 de septiembre de 2015
El Llamado
EL LLAMADO
A los prisioneros de Letras
Detén ya ese vomictivo girar en círculos viciosos.
Te conjuro que dejes de orbitar el vacío,
encamínate lejos de aquel vórtice del sinsentido
en el que te has entrampado.
¿Qué mórbido placer
te mantiene en este universo
de sueños siempre pospuestos?
Eres tú quien guarda sellada
esa pútrida mazmorrra.
Cesa de estar hendido a oscuras
forjando tus propios grillos.
¡Sal de este hechizo depravado!
y ve por ti mismo que eres tú
quien tira de tus cadenas.
Pasas la vida anhelando que llegue
tu gran día,
¡el colmo!
constante deshaces lo hecho
¿eres acaso mujer de Odiseo?
Pues ante el atavío siempre incompleto
en amarga insatisfacción protestas.
Préstame oído borracho,
exorciza el agua ardiente de la zozobra
¡deja ya de tanto amarrar el macho!
¡Enferma ver coexistir tu deseo
con el empeño de arrugar!
¿A qué le temes tanto?
¿es que hay algo qué temer?
No es fuente de fluir una pluma asustadiza,
es más bien sentencia de cautividad.
¿Tiene miedo tu corazón de sus propios latidos?
¡Quién sabe si acaso
estarás constriñendo más potencial
del que vives admirando!
y envidiando...
Encuentra de una vez la respuesta.
Pregona el decreto
ábrase la celda
Ponte en libertad.
En el desierto de tu silencio
anhelas oportunidades
siendo tú mismo quien ha osado
ningunear tu habilidad.
¡Jamás estás satisfecho!
¡OLVIDA A LOS GRANDES!
Olvídalos...
Existe tú tan solo,
tu pluma no entiende de ellos;
a ti solo te conoce
y vive para ti.
Sal de bajo la sombra de los que antes de ti fueron.
No fue para esto que ellos resplandecieron.
Tampoco fue con tu actitud
aminalándose así,
que se consiguieron el lugar que contemplas
con incrédulo estupor,
siendo que lo codicias tam-bién
para ti.
Basta de dudas y tanta cautela,
son los miramientos el credo del timorato.
¡Más reflexión de la debida
se torna sinsentido!
Escribe tan solo, ¡produce!
Basta de tanto aplaudir noche y día.
Ese es oficio del que no puede.
¡A ti te hierve el talento en la sangre!
y eso es todo al fin.
Esa es la prueba de que vives.
¡Suéltate así!
trepa fuera del calabozo del absurdo.
Suprime la censura
que es fuera del papel.
¡Da a luz primero!
Produce tan solo, ¡escribe!
Más de esto no hay.
Abandona los miedos.
Vuelvan al vórtice vano al que pertenecen.
Tú eres propio en cambio de ese influjo
que te satura el pecho a estallar
con un abrasador y trepidante deseo:
Uno solo,
discurrir.
No entiendas razones para reprimirte.
¡No las hay!
Escribe tan solo, ¡crea!
Existan por tu pluma
las maravillas de este siglo.
El presente no se irá sin consagrar sus propios grandes.
¡Discurre!
¡No te retengas!
Es esa la verdadera insolencia.
¡Discurre!
No detengas la pluma
la Gran Tradición a la que rindes culto
no se dará abasto con el ayer.
No hay obra maestra que haya desconocido,
el tránsito por la imperfección más honda
y los senderos accidentados de la tosquedad.
Asume con entereza las falencias,
lejos esté de ti semejante inmadurez.
La perfección es esquiva.
No actúes como si lo hubieses olvidado
¡sabe que solo los incansables se llegan a ella!
Cuando logras una pieza al fin,
te censuras sobremanera,
te es poca cosa lo mejor de ti.
Basta ya de mediciones impertinentes:
¡Eres tú!
tu propia medida
¡Eres tú!
a quien has de superar
Produce tan solo, ¡escribe!
Si rindes a mi voz tu hesitar
transcurrirá el tiempo y sin notarlo,
te encontrarás armonizando
con el resto de aquel legado
que tanto te ha sobrecogido.
Un paso a la vez, hermano mío
se cubre y recorre así toda distancia.
Entiende de una vez
que para poder sobresalir
¡es menester primero haber salido!
No es la luz un lujo, muchacho,
es más bien la penumbra del encierro
la habitación para ti más inapropiada.
Emanuel Silva Bringas
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Página 29-32
Página 29-32
domingo, 20 de septiembre de 2015
El Último Beso
El último beso
Eran las seis y media de la tarde, la congestión en la avenida principal de
aquel distrito era, como de costumbre, un caos, los agentes de tránsito
intentaban poner orden con denodados esfuerzos en aquella ciudad donde ese caos
era justamente el pan de cada día, ese caos que devoraba a todos esos
ciudadanos que debían llevar a cabo sus labores cotidianas, tratando de poder
hacer una vida digna, ganar un sueldo con el cual vivir y poder mantener a sus
familias. “Es para tener un mejor futuro” – comentan algunos, “¿qué se puede
hacer, maestro?” – rezongan otros, “hay que darle nomas al trabajo, sino cómo…”
finalizan, resignados.
Mientras se dirigía como de costumbre hacia su casa, ubicada a treinta
minutos de su oficina, pensando en uno que otro tema banal, su celular vibró,
al igual que su corazón, cuando vio el nombre de ella en ese mensaje que decía:
“ya estoy al fin sola, te espero en el parque detrás de tu casa.” Él, detuvo
por un momento su marcha, y pensó en lo mucho que había esperado ese mensaje, y
sabía también que eso podría tener un doble significado, una respuesta a la
pregunta que le había planteado la última vez que se encontraron en aquel mismo
parque y en donde dejó claro que no iba a seguir con el juego que ella le había
propuesto unos meses atrás, “te pido simplemente que tomes una decisión, no
quiero presionarte, pero sabes bien que alguien puede salir dañado, así que
hasta que no tomes una decisión, no te quiero volver a ver” – recuerda que
fueron sus palabras. “Llego en treinta minutos, espérame por favor”, respondió
el mensaje, y enrumbó nuevamente su camino pero esta vez con un destino
distinto.
Joaquín, un joven abogado egresado de una de las más prestigiosas
universidades del país, trabajaba en aquel bufete de abogados sanisidrino en
donde ejercía la profesión que tan dignamente estudió durante seis largos años,
junto a esos compañeros de aula que jamás podría olvidar y que le enseñaron
tanto dentro como fuera de las aulas de clase. Era un tipo espigado, de
cabellos ondeados y de rostro ovalado, en donde se hallaban esos ojos color
café que había heredado de su abuelo, de quien también heredó el nombre. Él era
de aquellos muchachos extrovertidos, siempre presto a llevar el caso más
complicado, aquel que nadie quería tener, ya sea porque no “tenía solución”, o
porque simplemente demandaba demasiado esfuerzo y las dichosas horas extras
impagas – como en todo centro de labores de ese país tan pintoresco en el cual
le tocó nacer. Era además muy dedicado al arte, sobretodo a la pintura, solía
organizar talleres para compartir con
sus mates las últimas creaciones que
pudieran habérseles ocurrido en la semana, o criticar de manera positiva – y
otras veces no tan positiva, los últimos trabajos presentados en las galerías
de arte de la ciudad. Era pues, un joven con relativo éxito en todo lo que
hacía, pero como no siempre se puede tener todo lo que se quiere, existía un
ámbito antagónico en su vida, en el que se sentía sumamente desdichado por esa
bendita timidez específica que le acompañó siempre: el amor.
Durante el trayecto, no dejó de pensar en aquella muestra en la galería de
arte de su entrañable amigo Ramiro, en donde la conoció, y menos aún pudo dejar
de pensar en esos ojos que lo conquistaron, negros como las noches de invierno
en el septentrión, y esa sonrisa que podía domar a cualquier fiera, incluso a
la más salvaje, incluso a él.
Llegó en el tiempo pactado, y ella lo recibió con una sonrisa y un beso en
la mejilla, señal para él de que la suerte estaba echada. “Hola, llegaste justo
a tiempo, estaba por irme” – le dijo ella, más coqueta nunca, “pero si te dije
que llegaba en treinta minutos y cumplí, mira tu celular si quieres” –
respondió él aun atontado por esa sonrisa tan angelical. “Lo sé bobo, te estaba
bromeando, nada se te puede decir a ti, ¿no?” – replicó ella con un puchero en
el rostro, y agregó “bueno, tenemos una conversación pendiente, ¿cierto?,
entonces… ¿a dónde vamos?”. “Vamos a mi departamento si gustas, pero antes
necesito que esta conversación se torne algo más especial, acompáñame al
supermercado para comprar algo de tomar” – dijo el con cierto aire de
melancolía, como sabiendo que ese era el final de la historia que había
comenzado de una manera turbulenta exactamente hace seis meses. “Está bien, vamos”
– sentenció ella, y se dirigieron hacia el supermercado que se encontraba a tan
solo cinco minutos de allí, comprando un vino de la más fina cosecha que pudo
encontrar.
En el camino, ambos guardaron silencio, él por la timidez que sentía cada
vez que estaba a su lado, ella porque al parecer aguardaba a que todo estuviese
listo para poder decir lo que tenía que decir. Llegaron al departamento en el
tiempo previsto, tomaron el ascensor que daba directamente hacia la sala de ese
moderno pero modesto y acogedor departamento del piso ocho, en donde ellos
habían pasado noches apasionadas e intensas, de lujuria y amor. Ese lugar que
era tan de ambos…
“Han pasado dos semanas desde la última vez que conversamos”, le dijo
Joaquín mirándola tímidamente, con cierto temor de saber, casi de antemano, la
respuesta que tanto esperaba, para bien o para mal. “Olvídate de eso por favor,
pasemos este momento como si fuera el último, hazme el amor, poséeme, hazme
olvidar que soy de otro” – repetía ella mientras se despojaba de sus prendas.
“No, ¡detente! Necesitamos hablar de…” – dijo él, pero no alcanzó a concluir la
frase cuando quedó perplejo al ver ese cuerpo desnudo, perfecto, de formas
rutilantes y con esa fragancia que tanto la caracterizaba, fresca como los campos
suizos en época de primavera y suave como la brisa matutina que acariciaba su
rostro y le hacía recordar tanto a ella. Entonces él sucumbió a sus encantos y
cumplió al pie de la letra todo lo que ella le pidió, su voz incontestable hizo
de él un simple sirviente de esa diosa, su diosa.
Cuando aquel encuentro intimo culminó y mientras ambos se encontraban
exhaustos y desnudos sobre la cama, única testigo de esos momentos tan íntimos
que vivieron, él, en la infinita ternura que ella le provocaba, le dijo dulcemente
al oído: “te siento tan mía, no podría vivir sin ti, ¿lo sabías? Te amo y no me
importa nada”. “Nadie me hace más feliz que tu Joaquín, sino no me arriesgaría
a que alguien se enterara de lo nuestro…” – dijo ella, quien acababa de
encender un cigarrillo que había tomado momentos antes de la mesa de noche,
“…pero esto ya no puede seguir, en tres semanas parto hacia los Estados Unidos
con él para casarnos allá… espero que sepas comprender y que algún día puedas perdonarme”.
Estas últimas palabras entraron como una filosa daga al corazón de Joaquín y
serían paradójicamente éstas las que retumbarían en su cabeza por el resto de
su vida. “No te preocupes, no tengo nada que perdonarte” – dijo él, con la voz
quebrada por el silencioso llanto.
Esa noche concluyó con un silencio fúnebre que se apoderó del departamento,
el cual aún guardaba la fragancia de aquel encuentro. Ella se despidió de él
con un beso tierno en la frente, él la abrazó y con lágrimas en los ojos le
deseo lo mejor, luego la acompañó hasta el ascensor en donde le robó el último
beso, el de despedida, el más triste de su vida, y, finalmente, la vio partir.
El tiempo pasó, y Joaquín se convirtió en socio principal de una de las
firmas más importantes del país, llegó a tener todo lo que cualquier mortal
envidiaría: un auto de lujo, una casa grande en donde tenía un taller de
pintura y en el cual dedicaba infinitas horas en retratar la imagen que aun
guardaba de ella en su memoria… tenía pues, una gran fama y una vida exitosa,
pero infeliz.
Es así que todas las noches cuando llega del trabajo, se sienta en su
escritorio y observa en el bar que mandó a hacer el vino comprado que jamás
tomó junto a la única mujer que amó con locura, y siente que, a pesar de todo,
no pudo olvidarla. De ella no supo más, fue la decisión que tomó aquella noche
y que mantiene firme hasta el día de hoy. Él, por causa de su noble corazón
nunca le deseó mal a nadie y ella no podía ser la excepción, a pesar que
probablemente se lo merecía, a pesar que ella no lo eligió y a pesar de que,
cayendo en cuenta de todo lo sucedido, ella simplemente le mintió.
Israel Cáceres Arroyo
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Página 24-28
viernes, 18 de septiembre de 2015
Exequias
EXEQUIAS
(4-7-11)
El
hijo de mi madre ha muerto.
No se
escucha un solo gemir.
El
hijo de mi madre ha muerto.
No
hay nadie que sea infeliz.
El
hijo de mi madre ha muerto.
Nadie
lo ha visto partir.
Es algo nunca antes visto el frenesí del
danzante. Cántico que sus labios rocían, no se ha oído jamás. Es un júbilo que
traspasa la imaginación y los mundos. Perplejidad y estupor del luto; la ira
del lamento y la aflicción. ¿Quién es este demente, capaz de desafíar todo
entendimiento en este páramo? ¿Qué es este poder, ese ímpetu, que lo mueve en
pasos desaforados que nadie puede interpretar?
El
hijo de mi madre ha muerto.
Se ha
ido tan repentino.
Quitado
fue de entre su casa.
¡Nadie
lo vio al partir!
Bate así los brazos alzados, rascando los
cielos todos. Sus pies repican sobre tierra sellada. Liberta su voz un grito
desaforado, un nombre no conocido. Ha tornádose un espectáculo. ¡Celebración!
Se ha levantado un ambiente de fiesta. Se ha derramado un torrente de risa. No
encuentra lugar la inhibición. ¡El carcajeo gobierna el aire!
El
hijo de mi madre ha muerto
alguien
más ha bajado
a
llenar sobre la cárcava
la
más extrema ovación.
Fuerte luz sobremanera. Irrumpe el compás
de los tambores. ¡Gloria ignota es! Surca el parecido entrambos; ¡iguales en
desenfreno y locura! Es aun más asombrosa la presencia de este otro. Arden sus
ojos con la llenura de la satisfacción, largo fue su anhelo ¡e implacable su
persecución! Tanto se parecen el uno al otro, ¡es idéntico su danzar! Paso a
paso fluyen en un mismo festejo. Tanto se han sumido en luz y estridencia; son
como uno solo. No se sabe más quién es quién. Debe ser uno del otro el reflejo,
como si hubiese aquí, ¡un espejo sobrenatural!
El
hijo de mi madre ha muerto
su
funeral no es sino
regocijo
celestial.
Han desatado una fragancia impertérrita.
En vueltas y saltos han proclamado una pasión. El alboroto de su baile ha
establecido un dominio. El aroma de su corazones uno mismo es. Empiezan a
reconocer y someterse los espectadores. Ya nada resulta irracional. El amor que
los estrecha hasta fundirlos, manifiesto se ha hecho ya, como una enseña en el
crepúsculo. No existe modo en que este pueda, dejar de ser reverenciado.
Tangible se ha hecho su realidad, ¡pesa sobre esta tierra que los ve amarse! Va
avanzando, va cubriendo, ¡todo en derredor!
El
hijo de mi madre ha muerto.
Sobre
mi tumba un reino ha nacido,
no
existe paz mayor
que
la de mi descanso.
Emanuel Silva Bringas
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Página 22-23
miércoles, 16 de septiembre de 2015
lunes, 14 de septiembre de 2015
El Sabor de la Piel
El Sabor de la Piel
Día uno
Santiago escucha Media Verónica, canción número siete
del disco Alta suciedad de Andrés
Calamaro:
“Media Verónica despierta
le molestó la luna con la ventana abierta,
lleva una carta desde el frente
un cántaro se rompe y se secó la fuente.
Va decidir qué hacer cuando despierte del todo
y borrar con la mano lo que ayer escribió con el codo.
Habrá que ver si la crónica Verónica reacciona...
la Verónica mitad tiene muy poca maldad
pero está cansada de esperar (...)”
Ahora se rasca los ojos y sale a pasear. Tiene náuseas
pero quiere escribir como nunca antes.
***
El cielo está nublado. Cojo una ramita y empiezo a
escarbar la tierra. Me cae una gota de lluvia en la nariz. En pocos minutos la
vereda se llena de puntos oscuros, entonces abrazo mi mochila y me marcho.
Estoy pensando en un cuento que quiero escribir, el último cuento. Después voy
a dedicarme a la novela. Quizá me di cuenta de ello esta mañana, cuando aún
había sol. Estaba leyendo Los detectives
salvajes de Roberto Bolaño y de pronto, mi boca se empezó a llenar de
saliva, como si estuviese hambriento. Comencé a pensar en la muerte, en el
suicidio. Ahora solo pienso en caníbales.
Día dos
Busqué en el diccionario el significado de caníbal:
Nombre dado a los antiguos caribes por los españoles. Antropófagos. Que se come
a otros de su misma especie.
También me he tomado el trabajo de transcribir las
canciones de Alta suciedad, un disco
de Andrés Calamaro. Peculiarmente triste. No sé por qué al escucharlo siento
que el corazón me late en la boca, como si lo fuese a vomitar. Me encuentro en una situación poco
envidiable... a veces creo que nunca podré ser feliz, que la felicidad es
orgásmica, que es como la muerte: un segundo que se amplía en reflexiones milenarias,
en creencias, dioses, sectas, partidos políticos, etc.
Uno nace a destiempo y muere a destiempo también.
Nunca existió el momento indicado, lo inventó la gente para tener mesura.
Ahora pienso en Verónica. ¿Tiene algo que ver el amor
y la antropofagia?
Día tres
Me desperté a las once de la mañana con los ojos rojos
y la lengua seca.
Ahora estoy sentado en la mesa del comedor escribiendo
un boceto del cuento que planeo escribir.
No se me ocurre nada.
Pienso en la noche de ayer, recuerdo algunas cosas.
Recuerdo que vomitaba. También recuerdo a Verónica.
Fue en el zaguán de esa casa. La música era
estridente, los mareos me echaron a perder. Quería marcharme, irme lejos, como
siempre. O matarlos a todos y dispararle también a esos malditos
amplificadores, y luego gozar del silencio recostado sobre algún sofá. Pero la
vi. Allí estaba ella, media moribunda. Quizá necesitaba que alguien la auxilie.
En ese zaguán, con las luces apagadas. Llena de remaches y drogas, oculta en el
vértice de las dos paredes tapizadas. Durmiendo con los ojos abiertos, el
maquillaje rodando como lodo, como lágrimas de alguien que tiene contaminado el
corazón. Sí. Durmiendo, o quizá para entonces, ya era una flor acaparada por la
muerte. Cuánta poesía había en ella. Tan abrupta como los retratos de Sábato.
Tan sola.
Pienso en la noche de ayer y pienso en Andrés Calamaro
haciéndole el amor. Entonces me provoca llanto, furia. Ahora me sangra la
nariz.
Me encanta pararme en el balcón y ver la calle larga
hasta aquel punto en que desaparece, en que otros ojos toman poder sobre ella.
Pienso en Verónica y pienso en la literatura. En Jack Kerouac haciendo autostop
en California con el sueño de llegar a Nueva York. Vivir escribiendo, escribir
en la ducha, en la cama mientras follas con una fulana, o con el amor de tu
vida. Escribir en una piscina, en un autobús, en todas partes. Escribir para
producir morfina, para no sentir la muerte o sentirla y escribir algo en forma
de advertencia. Dios, tengo hambre.
Necesito caminar.
***
Día cuatro
Santiago coge un cigarrillo y lee el cuento que ha
empezado a escribir, entonces recuerda la canción de Calamaro:
“(...) media Verónica está rota
no tiene muchos años pero le hicieron daño,
rompió una lanza por la risa,
pero no tiene prisa y se ríe muy poco...
no va a saber qué hacer cuando no sople más viento
no sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento,
quiere vivir una vida diferente cada día
la Verónica mitad está en la flor de la edad
pero está cansada de esperar (...)”
***
Verónica está muerta.
Fumo un cigarrillo mientras comienzo a redactar mi
cuento. Es un cuento tenue y sórdido, como todo lo que nos afecta en la vida.
Un cuento como la vida misma pero sin ocultar nuestras perturbaciones, sin ser
finos. Es cierto eso de que lo más pesado se esconde en los sucesos menos relevantes,
pero esas cosas pesadas también son sórdidas y tenues.
La historia es
más bien una imagen: una madre que se come a sus hijas mientras gime una
canción de cuna. Es terrible pero no puedo echarlo a la basura. Escribo a
grandes velocidades, como poseído por el hedor de un orgasmo. Y en cuanto
escribo veo el rostro de la madre mirando a las hijas llorar en la cama y las
margaritas en el jardín y un hombre desesperado tocando los vidrios de la
ventana. Un hombre con los ojos mojados, eufórico. Presumo que es el padre.
GRITA. Se deshace mientras la madre coge a una de las criaturas y se la empieza
a comer, sí, pensando que pronto la tendrá en el estómago y nadie podrá
quitársela, y en realidad el sabor crudo la empieza a empalagar, y la sangre
que se desliza por su barbilla como una miel salada, y las pobres niñas
mutiladas, llorando a chillos. Pero es su deber devorarse a ambas. Me pregunto
cómo podría dejar a una fuera de sí, quizá después ésta crecería celando a la
hermana que habita en el estómago de la madre. Si no es devorada vivirá
creyendo que debe enfrentar al mundo sola. Los complejos son lo peor, piensa la
mujer caníbal, como quien aprende una lección... Lo interesante es como se
miran la madre y el hombre aquel que ha quedado petrificado frente a la
ventana, y de pronto sería necesario poner atención en los ojos de la pequeña
que espera el momento. Las imágenes. Las fotografías. El tiempo. Los ojos
cuando hablan, cuando no te dejan respirar, cuando te dicen adiós por última
vez.
Ahora pienso en los ojos de
Verónica................................. esa noche. En el zaguán, yo me fui,
Verónica, te dejé sola, sin conocerte y sin que me conozcas.
Debería haber un día en el año para todos los
desesperados. Quizá me harían una estatua.
Día cinco
“(...) En la ventana hay una nota:
el pájaro no vuela tiene las alas rotas,
media Verónica lamenta que el tiempo se consume
y lo demás no cuenta,
la vida es una cárcel con las puertas abiertas –
Verónica escribió en la pared con la tripa revuelta,
Nada que ver, no habrá flores en la tumba del
pasado...
La Verónica mitad dice siempre la verdad
Pero está cansada de empezar (...)”
Santiago se sienta frente a la computadora mientras
las últimas melodías de la canción número siete se consumen en los parlantes.
***
Pienso en Andrés Calamaro y en Verónica y también
pienso un poco en mí. Sí, al final no queda más que pensar en uno mismo, porque
uno los contiene a todos, se los traga. Cierro los ojos y veo la habitación de
Verónica, esa habitación con la ventana abierta y las cortinas bailando y el
viento trayendo ese olor de amanecer. Cierro los ojos y allí está Andrés,
desnudo mirando a Verónica. Qué noche, piensa. Y luego se marcha porque no sabe
entender que las personas no olvidan. Entonces Verónica despierta y ya nadie le
roza la espalda y está sola otra vez, y está cansada de estar cansada. Pobre
Verónica. Pobre de mí.
Estoy llorando, Andrés. Acabo de vomitar al lado de mi
computadora porque en mi cuento una madre se está tragando a sus hijas y siento
que tiene sentido. Al fin y al cabo el canibalismo es una filosofía, es el
sentido más sórdido de los lazos de pertenencia. Me preguntó que sentiste
cuando al dejar a Verónica por última vez, caminando por la calle viste que tu
mano empezaba a sangrar. Vaya sorpresa, Andrés, te falta un dedo o acaso dos.
Tienes miedo Andrés, qué va a pasar cuando te vayas antes de que alguna de
ellas despierte, y tarde ya, te des con que se han tragado tu corazón. Por eso
regresas, para preguntarle a Verónica qué pasó. Pero Verónica no está, Andrés.
Tiene las venas rotas, la nariz irritada, con puntos blancos desperdigados como
la pólvora de un revólver. Quizá leyó esa nota que le escribiste “el pájaro no vuela tiene las alas rotas”
y recuerda cuando ustedes dos caminaban por el parque y de pronto una paloma
cayó desde lo alto, muerta y fracturada. Y piensa en su espíritu mutilado,
devorado por cada hombre que se marcha. ¿Qué pasó, Andrés? Has encontrado lo
que inventabas en tus canciones. Ahora eres un villano. No podrías ser un caníbal,
no podrías tener alguien dentro y digerirlo y eliminarlo. No podrías vomitar un
ojo, una lengua, sería demasiado para ti. No sabrías amar. Porque tú te marchas
por la calle larga cada mañana después de dejarlo todo en la oscuridad, porque
tú puedes abandonar.
Quizá vivo abandonado. Dónde estás, Verónica, dónde
has ido a parar.
Día seis
Hoy sólo he dormido.
Día siete
En la pantalla de la computadora se lee:
“Entonces cogió a la menor de sus hijas y se la comió
lentamente...”
La cabeza de Santiago yace sobre el teclado y empiezan
a aparecer letras repetidas en la pantalla. Llora, llora convulsivamente.
***
6.47 AM.
Las seis y cuarenta y siete es ese momento en que las
cosas se detienen, ese momento en que las cosas terminan de perderse. Es ese
instante en que todas las historias se entrelazan y uno es todo y en todas
partes.
He escrito el final de mi cuento, el último de mi
carrera. Estoy algo turbado, no es fácil dormir cinco noches pensando en una
madre que se come a sus hijas para tenerlas más cerca, para protegerlas mejor.
Pero el rostro de Verónica, ese instinto caníbal que rodea todo esto, sentirse
un antropófago, todo esto me ha turbado mucho más. Al fin y al cabo este cuento
ahora es un papel, algo que evoca una situación mucho más grande, un laberinto
que se incendia dentro de mí, pero que tarde o temprano será ruinas o cenizas
flotando en el mar y me costará demasiado recordarlo. En cambio, esta sensación
caníbal, esta complicidad depredadora no cesará. Por qué el arte será tan sangriento,
por qué tiene que morir la gente para vulnerar. Debería dormir más pero siento
un hambre atroz. Sin embargo veo la comida y me descompongo. Quizá sea porque
mi hambre quiere devorar cerebros y corazones y luego sentirlos latir dentro de
mí y llorar como un convicto cuya pena carcelaria es la vida. Entonces vendrán
los mareos, las arcadas, el sudor frío... sí, todo hace presagiar que es un
dolor físico el que sentimos los artistas, que una pastilla nos dará bienestar.
Vomitar físicamente no es como vomitar desde el espíritu. No botas alimentos y
bilis, sino brazos de niños que piden auxilio, labios de mujeres perdidas, no
botas almuerzos grasosos sino ojos que lloran como diciendo por qué nos dejaste
solo, Santiago.
Debo beber un poco de agua. Ahora cierro los ojos...
Me dirijo al balcón, veo la calle extensa. La luna
parece una uña perdida en la niebla y el sol es un montón de rayas horizontales
que arañan el cielo y lo hacen sangrar. Sí, cuánta belleza contiene el mundo.
De pronto veo la melena de Andrés revoloteándose por el viento, cruza la calle,
enciende un cigarrillo, luego silba y trata de disimular esa pierna ortopédica,
lo escucho... como un fondo de música que pone la piel como de gallina. Siente
ese ardor en la médula. Ahora se confunde entre la gente y luego en la ciudad y
después en el mundo. Es hora de dormir, pienso. Ahora me recuesto en la cama al
lado de Verónica, apago el equipo de música que repite siempre la misma
canción. Luego la miro con detenimiento. Qué horribles son los muertos, digo,
qué fríos, qué apagados. Una gaviota se posa en mi ventana, no puede volar, y a
la vez que presume su muerte, sus ojitos infernales parecen pedirme algo. Ahora
me echo sobre Verónica y chillo mientras le trato de hacer el amor. Un
escalofrío surca mis venas como una inundación de éter. Tú no estás aquí,
pienso, mientras muerdo uno de sus brazos.
Miguel E. Coloma H.
Revista Dúnamis Año 5 Número 5 Octubre 2011
Páginas 14-20
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